Las izquierdas en el ojo de la tormenta
Raúl Zibechi
En
la edición de noviembre de Le Monde Diplomatique, Ser
|7ge
Halimi desarrolla en un extenso artículo su visión de los problemas que
atraviesa la izquierda europea. En La izquierda que ya no queremos desgrana una
fuerte crítica a los gobiernos que se proclaman socialistas por su manejo de la
crisis, ya que no encuentra mayores diferencias entre lo que hacen los
conservadores y los progresistas una vez que conducen la cosa pública.
"La
izquierda reformista se distingue de los conservadores mientras dura la campaña
por un efecto óptico. Luego, cuando se da la ocasión, se esfuerza por gobernar
como sus adversarios para no perturbar el orden económico, para proteger la
platería del castillo"
Lo
interesante de su análisis es que apuesta por rupturas. Rescata el triunfo
electoral del Frente Popular francés en 1936, no por lo que hizo el gobierno,
sino porque su victoria liberó un movimiento de revuelta social al dar a los
obreros la sensación de que ya no chocarían como antes con el muro de la
represión policial y patronal. En suma, apuesta por lo electoral en tanto pueda
ser un activador de la protesta social para procesar las necesarias rupturas
con el capitalismo. Es un cambio respecto de la tradicional estrategia de las
izquierdas, no sólo europeas, ya que el sujeto vuelve a ser la lucha social, la
lucha de clases, y ya no los aparatos político-electorales.
Halimi
reconoce los riesgos que encierra la crisis actual, o sea, el desborde del
capital financiero contra los Estados luego de su ataque frontal a los sectores
populares. Su análisis no alcanza, pese a todo lo positivo que incluye, a
diseñar una estrategia alternativa a la que hasta ahora fue hegemónica en las
izquierdas: tanto las europeas como las de los países periféricos, tanto
moderadas como radicales. Muchos de los dilemas que se le plantean al
continente que vio nacer el sindicalismo, el socialismo y el comunismo y que
parece resignarse más que otros a su desaparición, son en realidad problemas
que nos aquejan a todos los anticapitalistas en todas partes del mundo.
Los
resumiré en dos aspectos: no tenemos estrategias para vencer al capital, ni
electorales ni insurreccionales, y no tenemos siquiera un imaginario
alternativo a las urnas o a la toma del palacio. En segundo lugar, no hemos
puesto en pie economías autosustentables, capaces de sostener la vida y de
entusiasmar a los de abajo a dedicar todas sus energías a esas tareas. En suma,
si llegamos a triunfar contra el capital, no sabemos con qué sustituir el
capitalismo, salvo empeñarnos en repetir aquel socialismo de Estado (que en
realidad era un capitalismo de Estado autoritario) que fracasó a finales de la
década de 1980.
No
es dramático carecer de estrategias, por lo menos durante un tiempo. Lo
terrible sería creer que sabemos hacia dónde vamos y con qué pretendemos
sustituir un sistema que agoniza. La crisis en curso, que apunta a la
desarticulación geopolítica del mundo conocido, dividido en centro,
semiperiferia y periferia, y a la parálisis de la acumulación de capital (o sea
a la guerra de conquista como manifestación extrema de la acumulación por
desposesión), implica que las fuerzas antisistémicas ya no podrán seguir
operando en los escenarios conocidos.
Socialdemocracia,
socialismo, comunismo y movimiento sindical están paralizados porque el mundo
en el que nacieron y crecieron está desapareciendo rápidamente. Aun eso que
llamamos movimientos sociales está en crisis, porque ya no pueden seguir
actuando del mismo modo. Ya se habla de crisis de la democracia, de golpes de
Estado, adivinando que aquel mundo que dio a luz las ideas y prácticas
emancipatorias está en bancarrota. Eso es la crisis del capitalismo o el fin
del sistema-mundo capitalista.
Cuando
las izquierdas dicen que el capitalismo está en crisis, apenas se asoman a una
media verdad. Si aceptamos que estamos ante la crisis del sistema-mundo,
debemos comprender que nosotros somos parte de esa crisis, porque nuestros
movimientos nacieron en ese sistema y están llamados a desaparecer con él. Por
eso se trata de construir otra cosa, de imaginar otras estrategias para
cambiarnos en el mundo, porque no sólo se trata de cambiar el mundo, como si
fuera algo externo a nosotros.
Faltan
dos cuestiones. La primera es comprender que hace falta mucha más crisis para
que algo pueda cambiar. Hace falta que el sistema se desmorone, y debemos
trabajar para que eso suceda. Cuando algo se derrumba es evidente que nosotros
caemos, y ese es un riesgo que no podemos eludir, porque sería vanidoso
pretender que podemos salvarnos por el solo hecho de creernos revolucionarios,
y porque resulta éticamente inaceptable ocultar ese riesgo a los seres humanos
con los que convivimos y con quienes militamos.
Hay
habilidades para reducir el impacto de un derrumbe siendo parte de lo que se
autodestruye. Pero es bueno saber que la lógica de un derrumbe consiste en que
no se puede controlar el proceso entero, porque las cosas en la vida real no
funcionan como esas demoliciones programadas que nos muestra la televisión. En
esta caída sistémica hay un impulso interior autodestructivo incontrolado
(léase sistema financiero o guerra nuclear). En ese escenario debemos
reconstruir algo que no sea capitalismo.
La
segunda cuestión es que hay que hacer no capitalismo aquí y ahora, porque lo
que venga luego del derrumbe no se puede improvisar. Sólo los pueblos indígenas
y campesinos, los afrodescendientes y sectores populares urbanos de nuestro
continente tienen experiencia en vivir de este modo. Sus saberes serán imprescindibles
para sobrevivir en las caídas y para hacer un mundo mejor. Pero, claro está,
nada de eso es útil para ganar elecciones. La lógica del mal menor también está
en crisis, escribe Halimi. Además critica a la izquierda radical, que sueña con
aislarse en una contrasociedad aislada de las impurezas del mundo y poblada de
seres excepcionales.
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