Se trata de matar la cultura
LA CULTURA EN LA MIRA
Si no tener una política es tener una
política, hacer como que no se tiene una política y tener media política es
tener una política y media. ¿Suena entreverado? Pues eso es lo que pasa hoy con
la cultura, sobre la que parece haber política y pico.
Cerrar los escenarios sin esbozar
siquiera medidas de apoyo para un sector severamente golpeado por cinco meses
de clausura y una reapertura con protocolos sanitarios sumamente restrictivos
no puede leerse de otra manera. A eso se le suma cierto cinismo: las medidas se
toman «por la salud de la gente», aunque en el sector de los espectáculos no
haya habido ningún contagio y nunca se aclare cuál es el argumento científico
según el cual las personas se contagiarían menos apiñadas en un ómnibus,
paseando por el shopping o en la mesa de un bar que en un cine,
quietas, calladas y sentadas con tapabocas, a dos metros rigurosos del
espectador más próximo. Y es que no hay un argumento científico: hay políticas.
No somos tontos como el del título,
que sabe muy bien para qué sirve un puente, pero a quien es más difícil
explicarle para qué sirve la cultura. Entendemos perfectamente que se trata de
restringir oportunidades de contagio. Lo que no se puede explicar (en realidad,
sí se puede explicar, pero la explicación no resulta muy moral) es la
desembozada y persistente preferencia de un sector sobre otro a la hora de
disminuir esas oportunidades para que el virus circule, sobre todo cuando se
recortan derechos fundamentales, como el derecho al trabajo. Pongámoslo de este
modo: en el Uruguay de hoy, si cada conferencia de prensa fuera el experimento
social del tranvía, en el que el Señor de las Perillas decidiera a quién es
preferible matar, moriría siempre el trabajador de la cultura. Aunque esté
parado fuera de las vías.
Estamos viviendo un momento
excepcional. De pronto, las vidas de todos se volvieron difíciles de vivir. Hay
algo que estamos obligados a contar. ¿Qué nos pasó? ¿Qué sentimos? ¿Qué
hicimos? ¿Cómo lo vivimos? ¿Tuvimos miedo? ¿Qué imaginamos? ¿Fuimos hermosos u
horribles? ¿Nuestras ideas fueron malas versiones de cuentos viejos sobre el
apocalipsis? ¿O fuimos creativos, nuevos, ingeniosos? En pocas palabras,
¿estuvimos a la altura? Pero debemos estar tranquilos: nuestras vidas no las
contaremos nosotros, sino los artistas. Como lo han hecho siempre. Y los
artistas son, como se sabe, gente peligrosa, capaz de entender el alma humana y
volcarla en poemas, obras de teatro, películas, canciones; capaz de llevar esas
cosas al futuro; capaz de ver más allá y decir lo que nosotros no sabemos. Son
aquellos a quienes la gente común les confía la voz con la esperanza de
decirse.
En la introducción de Réquiem, ese libro de poemas que Anna Ajmátova reescribió
por más de 30 años, está la descripción más estremecedora de lo que pueden
hacer los artistas y la explicación de que, desde la época de Platón, se los
destierre, oblitere o arroje al fondo de un calabozo: «Diecisiete meses pasé
haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años
del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer –los
labios morados de frío– que nunca había oído que me llamaran por mi nombre,
salió del letargo en que todos estábamos y me preguntó en voz baja (allí se
hablaba sólo en susurros):
—¿Y usted puede describir esto?
Yo le dije:
—Puedo.
(Fuente : Brecha numero 1831, autora María José Santacreu . El título original de la nota es “Cualquier tonto sabe para qué sirve un puente”)
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