LA CARRERA MUNDIAL POR LAS VACUNAS, Sálvese quien pague
En el
peor momento de la pandemia, los anuncios sobre el inicio de campañas de
vacunación –algunas en desarrollo, otras inminentes– han traído cierta
esperanza. Sin embargo, también despiertan ansiedad y ambición, y desnudan,
como sólo puede ocurrir durante una crisis de estas dimensiones, nuestros
fracasos estructurales.
Los mercados internacionales
enloquecieron con la noticia de la primera inyección contra el covid-19,
aplicada en el británico brazo de una señora de 91 años. La euforia bursátil
venía acicateando desde el mes pasado el apuro de los laboratorios por largar
sus vacunas al mercado y el de los gobiernos por aprobar su uso. Cuando se les
pregunta a los médicos, los epidemiólogos y los asesores científicos sobre los
riesgos de tanta prisa, responden muy circunspectamente aquello de que las
situaciones excepcionales requieren medidas ídem. Una adaptación moderna, se ha
dicho, de un aforismo de Hipócrates, que ante dolencias extremas recomendaba el
uso de curas extremas.
Y extremas son las dolencias que
aquejan hoy a la humanidad. La pandemia de covid-19 ya se ha cobrado más de
1.700.000 vidas (la gripe estacional, que tanto se prestó para la comparación
de muchos, mata a 650.000 personas por año, según las estimaciones más
audaces). Algunos sobrevivientes de cuadros graves verán su calidad de vida
sensiblemente afectada. Ni hablemos de la economía: es probable que la peor
crisis mundial desde la Gran Depresión no sea superada por completo antes de
2025, ha dicho el Banco Mundial. Las consecuencias sociales tardarán mucho más
en subsanarse, si es que lo hacen. La Organización de las Naciones Unidas
estima que el hambre extrema se duplicó y alcanzará a 265 millones de personas
cuando termine 2020. La desigualdad se ha disparado, según todos los
indicadores.
Ante semejante infierno, no sólo los
mercaderes han enloquecido con el anuncio de los milagros que obrarían las
divinas vacunas. El tema tiene en vilo a los poderes terrenales. Y a los otros.
En las últimas semanas, los ulemas de Al Azhar han llamado a vacunarse para
salvaguardar el bien público, el papa Francisco pidió que lo destinado por los
Estados a gastos en armamento financie la distribución de las dosis y los
sabios judíos han dicho que la halajá recomienda, e incluso mandata, inocularse
contra el covid.
Cunde, como es de esperar, la
desesperación. Al cierre de esta edición, los medios globales siguen el minuto
a minuto de una tormenta de nieve que demoraría –horas, días– la llegada de la
primera entrega de Pfizer/Biontech a Estados Unidos, allí donde Donald Trump ha
reclamado hasta desgañitarse que la ciudadanía lo recuerde a él, no a Joe
Biden, como el líder que consiguió las vacunas. Poco importa, a estas alturas,
que en el pasado la bestia rubia sugiriera que las inyecciones estaban detrás
de una supuesta epidemia de autismo. En el Brasil de su amigo Jair Bolsonaro,
el Supremo Tribunal Federal intimó al Ejecutivo a anunciar de inmediato la
fecha de comienzo de una campaña nacional de vacunación, aunque el entorno del
presidente prefiere concentrarse en lanzar amenazas al gobernador de San Pablo,
quien se atrevió a encargar un cargamento de odiadas vacunas chinas. En
Argentina, los medios opositores se burlan ahora de Alberto Fernández, que
apostó fuerte a inocular la vacuna rusa a fines de este mes y se vino a enterar
este jueves, mientras leía la última conferencia de Vladimir Putin, que la
Sputnik V aún no está testeada en mayores de 60 años. Del otro lado del
Atlántico, el euroescéptico Matteo Salvini se pregunta cuán malo es, a fin de
cuentas, estar fuera de la Unión Europea, si los ingleses ya están meta darle
al pinchazo, mientras Italia se impacienta en plena segunda ola y el gobierno
de la siempre prudente Angela Merkel presiona públicamente a Bruselas para que
apruebe, de una vez por todas, el uso masivo de la vacuna de Pfizer.
PARA
UNOS POCOS
Más allá de las manganetas, las
agachadas y los porrazos a los que nos tiene acostumbrados la comedia menor de
la política, las vacunas contra el coronavirus son motivo de una sorda
contienda geopolítica. China dice tener 15 vacunas a estudio, cinco de ellas en
las etapas finales de sus ensayos, y ha recibido encargos de al menos 16 países
de Asia, África y América Latina. Estados Unidos ha puesto en los últimos
tiempos miles de millones de dólares de su bolsillo estatal en las manos de las
empresas privadas que fabrican cinco de las vacunas más publicitadas por estas
horas. Rusia empezó el 5 de diciembre a vacunar a sus habitantes con su propia
invención, prometida, además, a otros 11 países. Como es de uso entre
caballeros, los gobiernos de estas potencias se acusan, mientras tanto, de
mentir, ocultar información, saltarse el protocolo científico y
sobrerrepresentar las virtudes de sus remedios salvadores.
Las riñas en las alturas pueden
ocultar, no obstante, lo que ocurre en la trastienda del mercado internacional
de panaceas. Según informó en las últimas horas The New York Times, los Estados más ricos están vaciando los
estantes, mientras se aprovisionan para sus campañas de vacunación y dejan con
las manos vacías a los países más pobres. Canadá, por ejemplo, ya hizo, a
diferentes fabricantes, encargos que, de concretarse, alcanzarían para
inmunizar seis veces a toda su población. Con sus contratos actuales, Reino
Unido y Estados Unidos podrían inmunizar cuatro veces a cada uno de sus
ciudadanos y la Unión Europea, dos veces. Como contraparte, «el pronóstico para
la mayoría de los países en vías de desarrollo es funesto», advirtió el Times. Dado el ritmo de acaparamiento de los más ricos,
los Estados más pobres alcanzarían a inmunizar a su población recién en 2024,
con bastante suerte y mucho esfuerzo.
Ya a mediados de setiembre Oxfam
alertó que los gobiernos con mayores recursos a su disposición se habían
asegurado, mediante una agresiva campaña de compra por adelantado, más de 5.000
millones de dosis. De esta forma, hoy el 14 por ciento de la humanidad
concentra el acceso al 53 por ciento de las vacunas más prometedoras. De
acuerdo con la Alianza Mundial para las Vacunas y la Inmunización, los 92
países más pobres del planeta tienen aseguradas, en tanto, apenas 1.000
millones de dosis, cuya fecha de fabricación y distribución aún no está
confirmada.
«A menos que los gobiernos y la
industria farmacéutica tomen medidas urgentes para asegurarse de que se
produzcan suficientes dosis, unos 70 países sólo podrán inocular contra el
covid-19 a uno de cada diez habitantes», insistía Oxfam la semana pasada. Para
evitar semejante espectáculo de nudismo capitalista se creó, en setiembre, el
COVAX. Bajo el auspicio de la muy pundonorosa Organización Mundial de la Salud,
la Coalición para la Promoción de Innovaciones en Pro de la Preparación ante
Epidemias y la Fundación Bill y Melinda Gates, la iniciativa apunta a
garantizar, mediante un esquema de compras conjuntas entre más de un centenar
de Estados y diversos donantes de todo el mundo, «que todas las personas,
independientemente de su riqueza y en cualquier rincón del mundo, tengan acceso
a las vacunas contra el covid-19 una vez que estén disponibles».
La meta inicial es que incluso las
más pobres de las naciones pobres logren, mediante este esquema, vacunar en
2021 a por lo menos el 20 por ciento de su población. A partir de ahí, los
participantes cuentan con distintas herramientas para aumentar su
abastecimiento. El lema inicial del COVAX –lanzado, no está de más recordarlo,
para combatir una pandemia– parecía bastante sensato: «Nadie está a salvo a
menos que todos estemos a salvo». Pero, bajo el imperio del mercado, lo
humanamente razonable no siempre, casi nunca, es lo que da más ganancia. Con
base en la filtración de un informe interno a la directiva del COVAX, Reuters advirtió este miércoles que la iniciativa «corre un
riesgo muy alto de fracasar». Los asesores financieros del grupo señalan como
el mayor riesgo la existencia de cláusulas que permiten que los países miembros
con más recursos «se corten solos», firmen contratos bilaterales por fuera de
la iniciativa común y, finalmente, no compren las vacunas reservadas por el
colectivo, lo que haría fracasar toda la operación.
INVERSIÓN
PÚBLICA, GANANCIA PRIVADA
Mientras tanto, gracias a un viejo
truco de alquimia neoliberal, se espera que los al menos 8.800 millones de
dólares de inversión pública directa destinados este año al desarrollo de las
ansiadas vacunas (sin contar la indispensable investigación científica previa
financiada durante décadas por los Estados) se conviertan el año que viene en
al menos 40.000 millones de dólares de ganancias privadas, según las
estimaciones de la compañía de análisis de datos científicos Airfinity y del
analista de la industria farmacéutica Josh Schimmer, de la firma de inversiones
Evercore.
El grueso de los gastos de al menos
seis de las principales vacunas creadas en Occidente (entre ellas, las de
Pfizer, Astrazeneca, Moderna, y Johnson y Johnson) corrió por cuenta de los
Estados patrocinantes, con apenas un pequeño porcentaje en manos de algunas ONG
y de la iniciativa privada. Sin embargo, las patentes y los beneficios
extraídos de ellas quedarán en manos de los gigantes farmacéuticos. De poco han
servido hasta ahora los llamados (de Estados, científicos, intelectuales,
organizaciones sociales, fundaciones, ONG, líderes religiosos y movimientos
políticos de diverso pelaje) para que, en una situación excepcional como la que
enfrentamos, se aplique una medida excepcional: abolir, aunque sea sólo y
únicamente por esta vez, las dichosas patentes de propiedad intelectual sobre una
medicina desarrollada gracias al conocimiento colectivo, financiada con fondos
colectivos y que promete poner fin a una de las peores catástrofes colectivas
que nos ha tocado vivir. Tal parece que el covid no es la única dolencia
extrema que nos aflige y que exige, también, una cura extrema.
(Fuente : Brecha numero 1830, autor Francisco
Claramunt)
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