Las Muchachas de abril
En 1974, pocos meses
después de la instalación formal de la dictadura, cubría al país una ola
represiva. Bajo la lupa militar estaba toda la población, especialmente los
ciudadanos definidos en las categorías B y C por los servicios de inteligencia.
Los centros de estudio, los lugares de trabajo, clubes de todo tipo eran
vigilados silenciosa y metódicamente en los albores de la coordinación
represiva que se conocerá como Plan Cóndor. Quedaba mucho por desmantelar, por
deshacer. La escalada represiva llevará a un profundo y cruel genocidio
cultural, político, ideológico y organizativo que atravesará todo el período
dictatorial y llegará hasta nuestros días. Los militares arman los organigramas
de las organizaciones populares y orquestan su desarticulación, en sus
escritorios con soldaditos de plomo reinventan la guerrilla, los
enfrentamientos, los desembarcos, para ellos la guerra continúa...
“(...) Efectivamente, la noche del 20 al 21 de abril de 1974
se recibió la orden del mando de realizar un allanamiento en la finca sita en
la calle Ramón de Santiago número 3086 apartamento 3, domicilio de Washington
Javier Barrios, integrante del MLN. Al llegar a dicho domicilio no se obtuvo
respuesta al llamado efectuado, recibiéndose sorpresivamente varios disparos de
arma de fuego que alcanzaron al capitán Julio César Gutiérrez, quien cayó
herido. Al intentar ayudar al camarada caído, se produjo otra ráfaga de
disparos uno de los cuales hirió al jefe responsable del operativo.”
El operativo realmente fue en la calle Mariano Soler 3098,
apartamento 3, y por posteriores reconocimientos se sabe que estuvo a cargo del
general Juan Rebollo y que participaron también los generales Julio César
Rapela y Esteban Cristi, los mayores Armando Méndez y José Gavazzo, el coronel
Manuel Cordero y los entonces capitanes Mauro Mariño, Julio César Gutiérrez y
Jorge Silveira.
Aunque ellos olviden
el hecho, en ese episodio también murió el agente Dorval Márquez, totalmente
ajeno al hecho, que se dirigía a su casa en bicicleta.
Pero no fueron los
únicos que estuvieron presentes, ni fueron los únicos que vieron; son muchos
los testigos, muchos los que guardan memoria, y los asesinatos surgen de las
voces que nos ayudan a reconstruir ese día.
Cuando “Pelusa”, una
de las vecinas, se despierta, están intentando entrar a su casa. Mira por una
de las ventanas, ve a los militares y también a alguien vestido con un
“gamulán” beige que estaba con ellos y que, según le pareció, señalaba hacia su
casa. Abre la puerta, y mientras le preguntan quién vive allí puede ver que en
las azoteas muchos soldados apuntan a los apartamentos, como en un juego de
guerra, espalda con espalda. Uno de ellos grita que esa no es la casa; le hacen
cerrar la puerta y quedarse adentro. Desde los techos de la casa de al lado le
gritan que cierre las persianas. Cuando intentan abrir otra puerta escucha al
muchacho del gamulán gritando:
—¡Está desarmada, no tiren!
De pronto ve a un
oficial que grita:
—Viene por la calle El Iniciador, en bicicleta.
Creyeron que el que
venía era Washington; la bicicleta se acercaba, le dieron la voz de alto, no
respondió, dispararon y el ciclista cayó herido. No se pudo hacer nada, el
agente Dorval Márquez, que volvía a su casa después de la jornada de trabajo no
escuchó, se sumó otra víctima. Años después reconocen al mayor Gavazzo como
protagonista de este episodio.
Gabriela, la hija de
Pelusa, que era una niña en esa época, tiene la imagen todavía grabada. Vio
cuando sacaban los tres cuerpos en parihuelas, eran como inmensas muñecas de
trapo; una era Silvia Reyes, su brazo sangrando asomaba colgando bajo la
sábana, en la mano tenía el anillo de Washington. Gabriela conocía ese anillo,
Silvia le permitía probárselo.
En el apartamento 4
vivía Gloria. Estaba embarazada y tenía una niña de 2 años. Esa noche estaba en
la cama junto a su esposo. En el dormitorio irrumpió Silveira con varios
soldados, no los dejaron moverse hasta el amanecer. Escucharon los disparos,
eran tantos que las paredes temblaban, pensaron que en cualquier momento podían
atravesarlas. Hugo, el esposo, decía:
—Sáquennos de acá, las balas van a pasar para este lado.
Les pareció que los
milicos estaban tan asustados como ellos, mirando y rogando que la pared
resistiera. Después supieron que la primera hilera de ladrillos quedó prácticamente
deshecha, la pared era doble.
Jacqueline tenía
entonces 10 años, vivía con sus padres apartamento por medio del de Silvia y
aquel 21 de abril estaba dormida profundamente.
“De golpe me despiertan gritos y golpes terribles en las
ventanas y en la puerta de entrada –relata–. Con mucho miedo me senté en la
cama de un salto y comencé a entender lo que gritaban:
—¡Abran, abran, somos las Fuerzas Conjuntas, abran que
tiramos!
Eran muchas voces y
seguían golpeando y gritando como desesperados. Salí de la cama y fui gateando
al dormitorio de mis padres, tenía mucho miedo. Oía el ruido de las
ametralladoras y pensé que podían tirar contra las ventanas, porque seguían
gritando:
—¡Abran, abran que tiramos!
Si lo hubieran hecho,
seguro que me habrían matado, porque tenía que pasar frente a las otras
ventanas. En ese momento mis padres prendían la luz, saltaron de la cama y
corrimos hacia la puerta, gritando que no tiraran e iban prendiendo las luces,
abriendo las cortinas y por supuesto abrieron la puerta de entrada. No
entendíamos nada, mi madre dice que eran las 2.45 de la madrugada; nos parecía
que eso no era realidad, que era una pesadilla. Al abrir la puerta se
abalanzaron una cantidad de militares con metralletas que apuntaban a mis
padres y a mí. El patio estaba lleno de soldados que gritaban y corrían como
locos. A los gritos le preguntaron a mi padre:
—¿Usted cómo se llama?
No terminó de decir:
Washington Barrios, cuando se lanzaron contra él, lo agarraron de los brazos y
empezaron a arrastrarlo hacia afuera. Mi padre se resistía y preguntaba qué
hacían y qué querían. Los soldados le gritaron a los otros: acá está. En ese
momento se siente una voz que venía de atrás del montón de soldados:
—No, a ése no lo maten que es el padre.
Entonces lo soltaron
y una cantidad de soldados y otros hombres de civil que llevaban camperas
negras entraron a nuestro apartamento y preguntaron por mi hermano Washington.
Nosotros respondimos que no sabíamos dónde estaba. Nos encerraron en el
dormitorio custodiados por varios militares que nos apuntaban con sus armas.
Entonces comenzó el ruido infernal de las ametralladoras y me di cuenta de que
estaban tirando contra la puerta del apartamento de mi hermano. Aquello fue un
infierno, se sentía el ruido de los impactos contra los vidrios, las ráfagas de
las ametralladoras. Y nosotros impotentes; sentía en mi interior que estaban
matando a Silvia y a su hijo, que luego de aquello no podía estar viva. Cuando
salí fuera de la casa parecía que hubiese pasado un terremoto... Mi mamá me
dijo que habían matado a Silvia y a las dos compañeras que estaban con ella:
Laura Raggio y Diana Maidanic. Al mediodía llegaron varios camiones del
Ejército con soldados y empezaron a llevarse todos los muebles. Se llevaron la
puerta, sacaron hasta los tapones y las tapas de las llaves de prender las
luces. Recuerdo cuando se llevaron la máquina de coser y el colchón del sofá
cama que estaba en el lugar donde las asesinaron, todo estaba lleno de sangre.
Era horrible. Lo que no pudieron llevarse, como el placard del dormitorio, lo
rompieron. Unas semanas después, cuando mi padre y mi otro hermano limpiaron,
volví a entrar al apartamento. La puerta de acceso al comedor y dormitorio no
tenía un solo vidrio sano, el revoque y los ladrillos estaban todos rotos a
consecuencia de las ráfagas, las paredes salpicadas con sangre y las balas
incrustadas en el cielo raso tenían trozos de cuero cabelludo.”
La madre de Washington, “Nené”, recuerda claramente que ese
día Gavazzo estaba vestido de traje sport de hilo, con corbata azul y camisa
celeste; llevaba una ametralladora. Silveira estaba de uniforme, entró en la
casa con expresión de loco y puso una metralleta sobre una mesita:
—¿Dónde está el hijo de puta de su hijo, que yo mismo lo
mato?
Gavazzo entra y le
dice:
—Cállese la boca, no le hable así a la señora y salga para
afuera.
Todo era vértigo y
violencia. Entra Cordero y le ofrece:
—Tome un cigarro, señora.
Se sienta en la cama
y le pregunta a Jacqueline si conoce a la hermana de Silvia y a su esposo
Nicolás Quiñones. Ella le contesta que sí, que siempre iba a la casa, que
conocía también a los padres de Silvia y de Stella.
—Entonces ¿conocés bien la casa? –insiste Cordero.
La niña asiente,
temerosa.
—Te voy a dar una hoja y un lápiz y me vas a hacer un mapa
de cómo es la casa –le dice.
Nené reacciona y le
responde que no va a permitir que su hija de 10 años dibuje un mapa, que la
dejen en paz. Recuerda que Washington padre quedó mudo, esperando. No lo dejaban
moverse, pero cuando vio que sacaban algo del apartamento no pudieron
detenerlo, se acercó a la ventana y vio que sacaban los tres cuerpos. Dijo:
—Mataron a Silvia, y había dos muchachas más.
Las visitas de
Gavazzo a la casa de la familia Barrios continuaron después del operativo,
llegaba con supuestas cartas del hijo o con otro verso. Este interés se mantuvo
hasta setiembre, fecha en que desaparece Washington. Un día a mediados de
octubre, tal cual lo anunciaba el mayor Gavazzo, llegó Armando Méndez con la
moto de Washington que habían “encontrado” en el taller mecánico en que la
había dejado. La devolvieron “para que la vendieran”.
Stella Reyes, detenida ese mismo día, reconstruyó la
terrible jornada. Escuchó las versiones de los soldados en el cuartel de
artillería, la de Mario Soto y la que su propio padre registró minuciosamente.
En los dos operativos, el realizado en su casa y el de la familia Barrios,
participó la misma gente, había oficiales de alto rango, los pudo ver cuando
estaba contra un muro.
“Sé que al capitán Gutiérrez lo mataron ellos, pertenecía a
artillería 2 de la ciudad de Trinidad. Rompió la puerta de la casa y cuando
entró al patio abierto los milicos que estaban en la azotea oyeron ruido y le
dispararon. Cayó allí mismo. Cuando entra el general Rebollo disparan también y
lo hieren en el brazo.
Después fueron a la
casa de mis padres, en Jacinto Vera 3777, que estaba situada delante de la
nuestra que era el apartamento 2. Mi padre escribió con lujo de detalles todo
lo que ocurrió esa noche.”
El testimonio del padre de Silvia y Stella Reyes expresa:
“Con un altavoz gritan:
—Que salga Reyes con las manos en alto, vamos a tirar.
Gritaban totalmente
enloquecidos:
—¡Tupamaros hijos de puta, venimos a matarlos a todos!
¡Dale, hijo de puta, cantá dónde está tu hijo!
Otro detrás mío
gritó:
—¡Volale la cabeza a ese hijo de puta si no habla!
Entendí que sólo con
serenidad podría demorar a esas bestias enloquecidas y comencé a contestar.
—No tengo ningún hijo.
Y ellos:
–Dale, matalo, volale la cabeza
Y yo:
—No tengo ningún hijo.
Así pasaban los
segundos, o quizás los minutos.”
Con todo detalle narra los recursos que interpuso ante el
pelotón desaforado para demorar el operativo. Finalmente cuando “las luces del
ansiado amanecer comienzan a alumbrar suavemente la escena, camino lentamente
hacia la puerta abierta, entre insultos y amenazas, la última orden es: ‘entrá
y tenés diez segundos para prender las luces, si demorás te acribillamos con
todo lo que esté adentro y morís’. Yo entro con los nervios agotados, tanteo en
la oscuridad hasta que enciendo la luz, quizás un segundo antes de los diez,
por eso no llego a saber lo que es morir acribillado en la oscuridad como mi
hija Silvia y sus compañeras”.
Continúa Stella: “Fue muy cruel todo esto para mi padre, la
muerte de mi hermana, la desaparición de Washington, la cárcel mía y de mi
esposo. Todo el tiempo estaba pensando en nosotras, y siempre que podía
contaba: ‘A mi hija la mataron, la asesinaron’. Siguió registrando todo lo que
pasaba, lo que hacían para encontrar a Washington. En 1985 renovó su fuerza,
escribió todos los hechos en una especie de carta abierta al pueblo uruguayo,
creyó que se haría justicia, pero no pasó nada.
En el año 2000 hizo
una crisis muy importante, rompió mesas, rompió todo lo que estaba a su
alrededor. Tuvimos que llamar al médico, que decidió calmarlo con medicamentos
hasta que llegó un psiquiatra. Cuando mi padre se recuperó se dio cuenta de que
había hecho una crisis, nos dijo que tenía que contar lo que había visto, lo
que hicieron en la morgue del Hospital Militar, algo que no había podido contar
nunca. Él creía que era por eso que estaba tan mal. Yo lo iba a dejar solo para
que hablara tranquilo con el psiquiatra, pero él me pidió que me quedara y
dijo:
—Yo quiero que Stella esté, que escuche esto, porque es la
que puede contar, yo no puedo contar.
Y empezó a relatar:
—Vi los pies de Silvia y enseguida la reconocí, no precisé
nada más, supe que era ella. Pero la destaparon toda y tenía la autopsia hecha,
estaba abierta desde el cuello hasta abajo, llena de algodones ensangrentados
donde se supone que tenía que estar mi nieto.
El psiquiatra le
dijo:
—Mire, lo que le hicieron a usted es una tortura. Lo que le
pasa es normal, con todo lo que usted vivió; ni yo ni nadie lo hubiese podido
soportar. Vamos a medicarlo para que pueda estar tranquilo, lo que usted tiene
que hacer es olvidar.
Pero es imposible
olvidar.
—Yo veo esa imagen, esa imagen la he visto durante años, mi
familia no sabe, yo me duermo y me despierto con esa imagen, me doy cuenta que
me estoy poniendo cada vez peor.
Él se había enterado
que Silvia estaba embarazada cuando lo interrogaban los milicos. La vio con más
de 30 impactos de bala en el cuerpo.”
La medicación tuvo que ser más fuerte, empezó a hacer picos
de presión y crisis depresivas. No había podido salvar a su hija, no había
podido encontrar a su yerno desaparecido en Buenos Aires. Cada vez que viajaba
recibía amenazas de Gavazzo, que le decía que las consecuencias las iba a
sufrir Stella, que estaba presa. En medio del dolor, de la injusticia y del
hostigamiento juntó información, la registró, la ordenó en carpetas; detalles
de toda esta etapa quedaron en su diario, fue su aporte consciente a la
memoria, su lucha contra la impunidad mientras tuvo fuerzas.
Laura Raggio era la
única mujer y la mayor de cuatro hermanos. Le seguían los mellizos Horacio y
Raúl y el más pequeño Daniel. Su mamá era profesora de educación física y su
papá empleado bancario. Vivieron en diferentes casas, pero siempre en Malvín.
Los padres militaban en el PDC. La educación de Laura incluyó clases de
catecismo que recibió en la parroquia del barrio.
El padre tuvo
actividad gremial en el banco, participó en la combativa huelga del 69 y fue el
primer clandestino de la familia, termina preso en el Cilindro Municipal,
entonces convertido en cárcel, y luego lo llevan a un cuartel.
Laura asistió al
liceo 10 y comenzó a militar en el FER 68, tuvo una intensa actividad
militante. Ocupan el liceo, recuerdan sus hermanos, habían hecho barricadas con
bancos. Desde la terraza vieron llegar a los milicos que rápidamente
atravesaron la improvisada barricada. Los bancos no resistieron y fueron
franqueados por los soldados, que llegaron hasta el fondo del liceo para
encontrar a un grupo de rápidos muchachos huyendo por la medianera del fondo.
Otros no tuvieron tanta suerte y fueron detenidos.
El compromiso de
Laura va en aumento, participa en ocupaciones solidarias cuando llegan las
marchas cañeras. Sus estudios también avanzan, cursa preparatorios en el liceo
15. Una noche del año 1972 sonó el timbre en la casa de Malvín, eran los
milicos haciendo una redada; se llevan a cuanto joven militante hay en el
barrio, camiones y camionetas se llenan de gurises y gurisas. El destino de
Laura fue el Batallón de Infantería 13, en Camino de las Instrucciones cerca de
la Gruta de Lourdes. Allí fue torturada, apenas tenía 18 años. Su familia tardó
bastante en saberlo, empiezan las marchas con paquetes al Prado, junto al liceo
militar. Peregrinación que harán tantos familiares, con sus bolsas de
plastillera con los nombres bordados, conteniendo los pocos víveres, las pocas
prendas e implementos de higiene que permitían pasar.
Cuando se enteraron
de que pasaría a la justicia, estuvieron días y días turnándose en guardias
frente al juzgado para verla. Al llegar Laura, todos pudieron entrar y se
fundieron en abrazos apretados. Estaba muy flaca y muy pálida, pero la sonrisa
que les dedicó era tranquilizadora. Después del pasaje por el juzgado empezaron
las visitas regulares, podían ir al cuartel dos veces por semana. Los domingos,
aunque no tenían visita, se instalaban en el fondo de la Gruta de Lourdes sólo
para verla cuando salía al patio. En el afán de que los reconociera, su hermano
Horacio, que tenía palomas mensajeras, las soltaba cuando creían verla para que
ella supiera que estaban allí.
Estuvo presa un año,
y su sueño, cuando saliera, era tomar el 104 con las otras compañeras para
pasear por la rambla y ver el mar.
“El día que salió yo estaba en la puerta de casa –relata
Horacio– y de repente veo a alguien que se acerca por la calle, con un bolso.
No lo podía creer, ¡era Laura!, se había venido sola, la casa era una fiesta,
saltos, abrazos, los amigos empezaron a llegar, charlábamos, la tocábamos, fue
muy fuerte, muy conmovedor. Creo que fue por marzo del 73.
En el verano del 74
se fue de nuevo: me acuerdo que le dijo a mi padre que se iba de casa pues
estaban arrestando a alguna gente. La ayudé a armar los bolsos y la acompañé a
tomar un taxi. Nos abrazamos y con mis 16 años le dije que cualquier cosa que
necesitara me llamara. Nunca más la vi. Fui el último de la familia que estuvo
con ella.
El terror ya estaba
instalado en casa, de repente sonaba el teléfono, atendía mi padre y le decían:
—¿Raggio?, su hija cayó herida.
Era una forma de
tortura psicológica, tanto es así que el día que nos avisaron que la habían
matado no les creí.
Ese día yo atendí el
teléfono y me preguntan:
—¿Familia Raggio?
—Sí –les contesto.
—Lo llamamos de las Fuerzas Armadas, ¿está el señor de la
casa?
Fui a buscar a mi
viejo, agarró el tubo y la cara se le iba transformando a medida que oía. Le
estaban diciendo que pasara a buscar el cadáver por el Hospital Militar. Mi
viejo no les creía y yo gritaba que no, que hasta no confirmarlo no les
creyéramos. Habían llamado tantas veces... Fueron mi padre y mi tío a
reconocerla, mi padre no entró.
Parece que se iba a
ir a Buenos Aires, pero no salieron las cosas. Ellos dijeron que fue un
enfrentamiento, que ellas les tiraron granadas, que mataron a uno que pasaba en
bicicleta por la calle. Pero a Laura la ejecutaron y a Diana la deshicieron.
Yo vi a Laura con un
balazo en la cabeza y cuando la velábamos creí que se había teñido el pelo de
rojo, pero era sangre. Pertenecía a la columna 70 del MLN. Tenía 19 años.”
La madre de Laura atesoró durante todos esos años sus fotos,
sus papeles, recortes de prensa. Era la única manera de seguir teniéndola
cerca.
Palomas
Diana Maidanic nació
el 31 de octubre de 1951, en Montevideo. Sus primeros años transcurrieron en la
casa de sus padres en bulevar Artigas y Miguelete. Cuando tenía 2 años muere
sorpresivamente su padre, y la madre se lo oculta; es su manera de cuidarla.
Pero el padre desapareció de su infancia, de su casa, y Diana no podía
comprenderlo. Años más tarde, cuando ya era adolescente le reprocha por qué,
por qué no le dijo…
Flora, su madre, vive hoy en una casa llena de recuerdos de
Diana y sigue lamentando no haber entendido lo importante que era para la niña
conocer la causa de la ausencia de su padre, no haberse animado a explicarlo.
Diana tenía 5 años
cuando Flora se vuelve a casar y con ese matrimonio llegan dos nuevos hermanos:
Mauricio, y Carlos, 14 y 5 años mayores que ella. Finalmente nacería su
hermanita Ana para compartir su mundo infantil.
Ni bien aprende a
hablar se manifiesta su pasión por declamar, en la adolescencia llega a actuar
en la Sala Verdi. Todo su cuerpo comunica lo que siente. Concurre al Liceo
Francés en los primeros años, luego de la mudanza va a la escuela 81 de
Carrasco.
Una niñera oriunda de
Rivera, Celia, entra en su vida para quedarse como una madre más. Se creó entre
ellas un vínculo muy fuerte, Diana nunca la consideró una empleada, siempre fue
una compañera.
Celia aún recuerda
aquel enorme corazón de Diana, su generosidad y su entrega. A pesar de que
estuvo criada en un hogar donde nada faltaba, siempre estaba pensando en los
que no tenían para comer. Para el casamiento de su hermano Carlos, a Diana le
hacen un vestido de fiesta tan lujoso que ella decía con pena: “Todos los que
podrían comer con lo que vale esto…”.
Con los ojos brillantes, cuenta Celia que Diana fue la mejor
persona que conoció. Charlaban mucho, cuando hablaba se apasionaba, le contaba
de Sendic, del Che, le gustaban Los Olimareños y el canto popular. Recuerda con
pena el libro de Sendic que Diana le regaló y que ella tuvo que quemar, con
gran dolor, en la época en que los allanamientos estaban al orden del día.
Diana fue su compinche, como una hija, una compañera...
Flora, por su parte,
se acuerda de cuando encontró a Diana y a Mónica, su prima, fumando, tenían 13
años. Pensó que la responsable era Mónica, que siempre había sido vivaz y muy
osada. Cuando estaban juntas había risas, bromas y picardías. En los encuentros
familiares las primas estaban indefectiblemente juntas, muy pegada una a la
otra. A Diana le gustaba mucho ir a la casa de Mónica en Capurro. Charlaban
sobre todos los temas: el amor, las relaciones, la literatura, la revolución,
la militancia, la lucha por el boleto, los acontecimientos del mundo, los
Beatles.
Diana empezó a
participar en el FER 68 y Mónica en la UJC. A Flora le preocupaba y pensaba:
esta chiquilina, tan comunista… Diana era reservada y tenía pocos amigos, a los
18 años quería conocer Israel, pero tuvo que operarse de un quiste y postergar
el viaje. Nunca lo llegó a hacer. Hoy Mónica y Celia ríen juntas al recordarlo.
Estaba cursando
medicina y el último año de psicología, en el Hospital de Clínicas. Abrió un jardín
de infantes, El Globo Rojo, para niños de 2 a 5 años. Amaba a los niños. Cuando
la van a buscar la patrulla militar pregunta a los vecinos donde está el
jardín. Ese día Flora estaba en una casa cercana, desde donde vio el operativo
sin relacionarlo con su hija. Se dio cuenta cuando unos vecinos le preguntan:
—¿Esa, no es Diana?
Envuelta en un tapado
beige la llevaban a empujones. La detienen en julio de 1972, en el Batallón 13
de Infantería. Hasta allí iban a visitarla. Los domingos, desde la Gruta de
Lourdes, como los demás familiares presenciaban los recreos y se comunicaban
con gestos. Ella hacía manualidades que les enviaba.
Mónica todavía se
pregunta por qué fue al velorio de Jorge Salerno y no fue al cuartel a ver a
Diana. Tal vez el temor de entrar a un cuartel, y los criterios de seguridad
que se manejaban ante tanta represión. La extrañaba y estaba al tanto de todo
lo que le sucedía. Un año y medio después le dieron la libertad, el primero de
noviembre de 1973. Charlaron mucho, tomaron mate y pudo sentir su intensa
necesidad de afecto, le asombró cuánto extrañaba a las compañeras que habían
quedado en el cuartel, se sentía muy apegada a ellas y sufría. Recuerda los
helados que tomaban juntas, sus paseos en el balneario Jaureguiberry. Diana siempre
estaba pensando en lo que las compañeras no podían hacer, ver, ni comer. Una
parte de ella se quedó en prisión. Ese verano también pasaron algunos días
juntas en La Floresta, fue su último verano.
Celia recuerda el día
que Diana está preparando las cosas para irse, le pide que elija uno de sus
peluches para regalárselo. Eligió una muñeca patona que hasta hoy conserva.
Empieza la etapa de
la clandestinidad, las llamadas telefónicas de Diana eran esporádicas. Celia
atendía y ella preguntaba:
—¿Quién habla?
—La muchacha.
—Soy yo, no seas guaranga.
En esos meses la
madre la pudo ver muy pocas veces, se citaban en un café, pero la angustia y el
miedo de Flora se convertían en lágrimas. Diana la tranquilizaba:
—Mamá quedate tranquila, si no te calmás no vamos a poder
seguir viéndonos.
En marzo creyó que se
había ido a Buenos Aires, porque para su cumpleaños recibió flores con una
tarjeta que parecía venir de la otra orilla.
Un día sonó el
teléfono y alguien le dijo:
—Soy amigo de Diana. Ella la necesita, está herida, se
accidentó con una bomba que estaba haciendo…
Cortaron y ella quedó en la más absoluta desolación, sin
saber qué hacer. Lo comentó con unos amigos, que intentaron tranquilizarla:
—No le debe haber pasado nada, quedate tranquila, debe ser
tortura psicológica.
Aquel domingo cuando
Flora atendió el teléfono, una voz dijo:
—Su hija murió en un enfrentamiento, venga a reconocerla.
Allí en la morgue del
Hospital Militar Flora la ve: el pelo corto, pelirroja, tenía 22 años. Su
pequeña, que amaba declamar, tan callada.
Silvia Reyes era dos
años menor que su hermana Stella. “Las dos éramos muy parecidas y mamá nos
vestía a las dos iguales, como se usaba en aquellos tiempos. Mi padre trabajaba
en la galería Bruzzone y era activista de la lista 15 del Partido Colorado, en
casa siempre había propaganda de la 15: pelotas, muñecas, pegotines. Tanto es
así que en época electoral una de las actividades de mi familia era ir a ver a
mi padre o a mi tío cuando pronunciaban sus discursos. Mi madre se ocupaba de
las tareas de la casa. Una costumbre de la familia era juntar juguetes para el
día de Reyes, los arreglábamos y los repartíamos. Vivíamos en el Buceo, el
barrio estaba pegado a un cantegril, en una de las primeras casas de material
construidas en esa zona. Silvia fue a la escuela de Rivera y Julio César, cursó
con muy buenas notas y practicó patín en el Platense Patín Club. Una enfermedad
a los cinco años la obligó a hacer reposo. Era difícil mantenerla quieta y
entre los muchos recursos que utilizaron, a papá se le ocurrió hacerle una
cometa, la pegó al techo y le dio el hilo para que la remontara dentro de la
casa”, recuerda Stella.
“Más adelante fue al liceo 12 que estaba en Rivera y Soca,
también se destacó por sus notas y por ser muy bonita, sus ojos verdes en
contraste con su pelo oscuro llamaban la atención. Tenía muchos amigos. Su
adolescencia estuvo rodeada de música, los Beatles, los Rolling, Mateo, Urbano
Moraes, Quico Sicone y decidió aprender guitarra, su profesora fue Teresita
Minetti. Su pasión por la música y por integrar la más famosa barrita del
barrio la llevó a formar un grupo de rock, “The Alacrans”, debutaron en la
parroquia San Pedro en una quermés, todas vestidas con buzos negros con un alacrán
bordado en blanco, minifaldas y botas altas negras.” La idea fue de Silvia,
bien acompañada por Stella y otras amigas, tenía 13 años. “Cuando cumplió los
15 lo festejaron en casa, estaba muy linda, se alisó el pelo, se puso pestañas
postizas, un vestido muy corto de encaje blanco que dejaba entrever el sutién.
Ya tenía un noviecito apasionado. Pero en un viaje a Buenos Aires con unas
amigas, festejando los 15, conoció a Washington, que no sólo les vendió el
pasaje en el Vapor de la Carrera, también les consiguió un camarote especial,
se hizo compañero incondicional de viaje y estaba a la vuelta esperándola.”
Washington tenía 17 años, cursaba preparatorios en el
nocturno del IBO, quería ser abogado. Silvia trabajaba cuatro horas, seguía
estudiando y empezó a militar. En el año 1971 se integró al Movimiento 26 de
Marzo, militó en el FER 68 pero no estaba integrada al MLN. Washington también
militaba en el FER 68 y más adelante ingresó al MLN.
Se casaron en octubre
del 73 y se mudaron a un apartamento, atrás de la casa de los padres de él, en
Brazo Oriental. Para nochebuena Silvia, Washington y Jacqueline, su hermana,
arman juntos el arbolito.
—Esta Navidad estamos acá, mamá, pero las próximas capaz que
estamos en otro lado; yo te voy a pedir que siempre hagas el arbolito para
nochebuena, así nos vas a tener siempre presentes –le pidió Washington.
Eran muchos los
miedos, cuando le avisaron a la madre de Washington que iban a tener un hijo,
Silvia dijo:
—Te vamos a pedir que, si nos tenemos que ir de acá, vos te
hagas cargo del niño, o de la niña, sólo vos.
—¿Pasa algo? –preguntó la madre, y Washington contestó:
—No, no pasa nada, pero si llega a pasar algo, mamá...
queremos que vos te hagas cargo de nuestro hijo.
La muerte interrumpió
sus sueños. En el velatorio, que se hizo en la casa materna, Rapella apareció a
provocar. El padre de Silvia en un impulso le sacó el arma y le apuntó a la
cabeza, lo sacó de la casa y le dijo que lo iba a matar si le pasaba algo a
Stella. Finalmente pudieron convencerlo de devolverle el arma y Rapella se fue.
La presencia militar
no impidió que los vecinos llegaran y en silencio se fueran ubicando en la
vereda de enfrente, donde armaron una cadena humana. Cuando salió el féretro,
una lluvia de rosas rojas cayó sobre él. Con las manos unidas la gente formó el
espontáneo y cálido cortejo.
El 29 de noviembre de
1973 había cumplido 19 años.
Washington se enteró
al día siguiente de la muerte de Silvia, cuando llamó por teléfono a la casa de
una vecina, sus padres no tenían teléfono. Su madre va a la casa de la vecina,
toma el teléfono y le cuenta:
—La mataron a ella y a dos muchachas más.
Nené aún escucha su
grito. Fue la última vez que hablaron, no lo vieron más, no lo oyeron más. El
19 de abril se había ido a Buenos Aires. Su última carta, de abril, refleja el
dolor, la impotencia y su inquebrantable voluntad de lucha:
Querida Celia, Adela
y Pepe:
Como le decía a los
viejos, hay veces que resulta difícil escribir y otras no. Debería poder hablar
con ustedes, pero me es imposible ahora, quizás algún día pueda, quizás no.
Lo que sí hubiera
deseado es haber estado allí junto a Silvia, pero por desgracia me encontraba
cumpliendo una función y estaba bastante lejos. Silvia era parte de mí, como yo
de ella. Nosotros hablábamos de todo lo que podía ocurrir y en cualquier
momento, pero por desgracia pasó una de las cosas peores y lo peor en lo
personal, el haber perdido a mi compañera y a una gran revolucionaria. Y con la
Flaca decíamos que si llegaba a pasar algo así, cualquiera de los dos que
quedara tenía que luchar y ocupar el puesto de los dos, y eso, estén tranquilos
que lo voy a hacer, y que lo más probable es que muera peleando como ella
murió, pero sé que no me voy a llevar a uno ni a dos, que van a ser unos
cuantos.
Ya nadie habrá que
pueda parar su corazón unido y repartido. No digan que se ha ido: su sangre
numerosa junto a la patria queda, lo que tenemos que tomar todos es el ejemplo
que Silvia nos dio día a día, hora a hora, minuto a minuto. Sé cómo se deben
sentir, pero con quedarnos pensando no hacemos nada, por el contrario perdemos
mucho, y somos consecuentes con la manera de pensar y de actuar de la Flaca.
Me mataron a la Flaca
y a un gurí que estaba en camino, y salga de donde salga, me la van a pagar,
les pido que hagan todo lo que esté a su alcance, pero que no se quemen al
pedo. Nuevamente por los gurises que bastante mal la deben estar pasando. En
cuanto pueda les voy a hacer llegar la guita del entierro, no lo tomen a mal,
para mí es un deber, lo mismo.
Celia, gracias, lo
recibí y siempre va a estar conmigo, fuerza, un beso.
Adela, fuerza, un
beso.
Pepe, fuerza ahora
más que nunca.
Hasta la victoria
siempre
Washington
Por testimonios de
los sobrevivientes, que actualmente viven en Córdoba, se sabe que el 17 de
setiembre de ese mismo año 1974 Washington es apresado junto a cuatro
argentinos, tres hombres y una mujer. “A los cuatro días de estar detenidos
vinieron a buscar al ‘uruguayo’ y se lo llevaron”. El procedimiento se efectuó
bajo la dirección del secretario de seguridad y jefe de policía de la
provincia, comisario Héctor García Rey.
Washington se declara
“combatiente” y exige que se respeten los derechos de la Convención de Ginebra.
El 20 de febrero del 75, según consta en oficios de La Plata, Washington firmó
la resolución del juez del Juzgado Federal número 3, en la que se le levantaron
los cargos de entrada ilegal al país. Habían pasado cinco meses desde su
detención, queda constancia de que el detenido debe ser devuelto a Córdoba o
recobrar la libertad. En otro oficio de la misma fecha queda la constancia de
que “desapareció del coche policial que lo conducía con custodia desde el
Juzgado Federal número 3 de La Plata”, ese mismo día. Apenas dos días después
la policía argentina emite un comunicado de prensa notificando su fuga.
En Uruguay son
reinterrogados varios presos vinculados con el caso, entre ellos Stella, que recibe
amenazas: “si no hablás te va a pasar lo mismo que a tu cuñado”. Tenía 22 años.
Extraido del libro “Ovillos de la memoria”
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