¡Pero qué barbaridad!!!
Aunque la epidemia nos tenga
hartos, de vez en cuando un nuevo dato vuelve a estremecer. Por ejemplo, que a
causa del coronavirus por primera vez en la historia de Brasil está muriendo
más gente que la que nace. O que en ese país el gobierno recomienda a las
mujeres no quedar embarazadas por el colapso del sistema de salud.
Si la situación de Brasil
preocupa, la de Uruguay también debería. Es que desde hace unos diez días la
cantidad de muertos de coronavirus en proporción a la población de nuestro país
superó a la de los vecinos del norte. Si en vez de comparar esta situación con
Brasil lo hacemos con la mortalidad normal en Uruguay, los datos también son
terribles. Hagamos unas cuentas gruesas: en Uruguay mueren un año normal unas
33 mil personas, lo que dividido 365 da unas 90 por día. Que se mueran, en un
día, más de 60 personas por una sola causa es brutal. Desde el discurso
triunfal del presidente el 2 de marzo murieron de coronavirus más de 1.400
personas en Uruguay, más de siete veces más que las que murieron en todo 2020.
Esta catástrofe vital era
precisamente lo que estábamos intentando evitar hace más de un año. Todo este
tiempo el gobierno sostuvo que su estrategia permitía lo mejor de ambos mundos:
evitar una situación como esta, con un daño mínimo a la economía. Pues bien,
aquí estamos. Como le gusta decir al presidente, hay que hacerse cargo.
Alguien podría decir: «Qué
vivo, con el diario del lunes, cualquiera». El problema es que esto salió en el
diario del viernes. Salió en la tele y en las redes. Todo tipo de actores
sociales y científicos exigieron que el gobierno tomara medidas y advirtieron
lo que podía pasar si no se hacía. La respuesta del oficialismo a estas
advertencias fue tratarlas de exageradas, llegando al punto de montar campañas
mediáticas contra el sindicato médico y las sociedades científicas que hacían
sonar la alarma. Mientras tanto, la curva de muertes se hizo prácticamente
vertical y el personal de salud hacía un esfuerzo sobrehumano para sostener un
sistema ya estresado al máximo.
Nadie puede decir que lo que
pasa tomó por sorpresa a un gobierno asesorado por una multitud de expertos.
Hay que pensar, al contrario, que esta posibilidad fue prevista. El discurso de
la «libertad responsable» era útil mientras siguiéramos teniendo suerte, pero
quizás sea más útil aún ahora que las cosas se complicaron. Porque permite al
gobierno decir, como dijo el presidente, que «algunas de esas muertes podrían
haber sido evitables, con otras conductas».1 Es decir, las políticas del
gobierno no tienen nada que ver y no importa cuánto se agrave la situación, la
responsabilidad recae sobre cada uno.
Este discurso lo reduce todo
a la conducta de cada persona. Niega, así, la posibilidad de que haya personas
que sencillamente no tengan la posibilidad de cuidarse, y para eso niega la
necesidad de construir capacidades colectivas, que puedan ser facilitadas por
la política. Al presidente le parte el alma que gente se contagie por tener que
ir a trabajar, pero no logra imaginar que se podría hacer algo al respecto.
El presidente cuenta, para
que esta estrategia funcione, con que la culpa que siente la gente que se
contagia y la que participa en las actividades que siguen abiertas se
transforme en vergüenza y que así las personas, al sentirse en falta, no se sientan
habilitadas a reclamar. Cuenta con que esa vergüenza se transforme en una
complicidad compartida por provocar las muertes. Hace, así, exactamente lo
contrario de lo que debería hacer un líder. Apuesta a la atomización en vez de
a la organización, a la mala conciencia en vez de al aplomo, al cortoplacismo
en vez de a pensar en que cientos o miles de uruguayos van a perder décadas de
vida.
Al contrario de otros
gobiernos liberales del mundo, el uruguayo no decidió usar el negacionismo de
la pandemia como justificación para no tomar medidas. Pero, aunque el discurso
es distinto, su política revela ser parecida a la de Donald Trump o Jair
Bolsonaro. El mensaje es claro: tomar políticas más fuertes para reducir los
contagios provocaría un desastre económico y social.
El gobierno propone así un
chantaje infame: no vamos a tomar medidas para superar esta situación porque si
lo hacemos, usted, que está mirando, va a pasar hambre. Y es estrictamente
cierto que tomar medidas que reduzcan la movilidad sería un desastre económico…
si se mantiene la actual política económica. Pero esta no es inmodificable. Se
podría, perfectamente, disponer recursos para permitir a comercios cerrar sin
fundirse y a muchas personas no ir a trabajar sin destruir sus medios de vida.
Eso traería, por supuesto,
sus propios problemas. El neoliberal que todos tenemos dentro ya sabe qué
decir: ¡pero eso generaría déficit! Sí, pero también es cierto que eso está
ocurriendo en todo el mundo y que cualquiera que no tenga el interés de los
acreedores en el corazón puede pensar que, cuando venga la inevitable crisis de
la deuda, los países deudores pueden intentar imponer condiciones a los
capitales acreedores. Y también hay otra opción: los impuestos. Y no sólo un
impuestito para bajar sueldos de trabajadores del Estado. Impuestos en serio.
Hace tiempo que no se escucha la palabra en este país, pero en una situación
así la redistribución no es una demanda ideológica, sino una solución concreta
a un problema concreto.
Hay algo muy raro en la
política del gobierno. De su discurso explícito se puede interpretar que lo que
quiere es que la cuarentena suceda por voluntad de las personas, pero sin
hacerse cargo de las consecuencias económicas. Desde el punto de vista de una
tensión entre economía y salud, no tiene sentido pedirle a la gente que no
salga pero no prohibírselo, con el argumento de que esto último sería malo para
la economía. Si la gente hiciera caso al pedido, el resultado sería exactamente
igual de malo para la economía que una prohibición. La única diferencia sería
que, en caso de la prohibición, el gobierno tendría que hacerse responsable.
Pero quizás lo que el gobierno quiere es lo contrario: advertir poniendo cara
de serio, pero dando a entender entre líneas que lo mejor es que la actividad
no se detenga, aun si esto produce contagios. Si mucha gente se contagiara, el
gobierno siempre podría decir: «Pero qué barbaridad».
El gobierno eligió, pero no
entre la salud y la economía, sino entre la salud y su proyecto ideológico. Un
proyecto que necesita que la gente esté sola y aislada, que se sienta culpable,
que no espere nada de nadie, y mucho menos del colectivo de sus conciudadanos.
El viejo y querido neoliberalismo. Pero quizás, de una manera más perversa, hay
ahí cierta idea nacionalista: por encima de todo está la potencia de la nación,
que viene de su fuerza económica (que se logra beneficiando a los
capitalistas), y esta no puede ponerse en riesgo para proteger a los débiles.
Así mata el liberalismo.
Echando la culpa a fuerzas naturales (o manos invisibles) contra las que nada
se puede hacer, mientras oculta las formas de organización económica y social
que habilitan que esas fuerzas se expresen arruinando la vida de mucha gente.
Estamos en manos de un fanático, que está dispuesto a que muera mucha gente
para llevar adelante su programa.
Mientras esto sucede, la
carrera de la vacunación avanza. Dentro de no tanto tiempo vamos a tener
inmunizada a una parte suficientemente grande de la población como para que
amaine el ritmo de hospitalizaciones y muertes. El presidente cuenta con que la
celebración cuando esto termine lo levante como a un héroe. Pero mucha gente no
va a estar para verlo.
1. «Lacalle Pou sobre
decesos por covid-19: “Las muertes no se pueden medir en números”», El País,
19-IV-21.
(Nota de Gabriel Delacoste
en Brecha numero 1848. Título original “La mano invisible de la pandemia”)
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